Nunca el cielo había estado tan negro
ni los ánimos tan grises,
los colores habían desaparecido
y tan sólo se respiraba desolación.
Y desesperación, la que llevan en las entrañas
aquellos que van viendo caer el imperio
heredado y construido por las mismas manos
que te acunaron de bebé.
Ver como por obra y gracia y permiso,
sobre todo con nuestro permiso,
los hay que escalan a la cima de la montaña
a costa de destruir lo que dejan por debajo,
sin importar, qué, cómo o cuándo.
La tranquilidad de verse a salvo
en unas alturas a las que has subido agarrado
de una mano que te promete el oro,
y que acabará por dejar que te bajen al moro.
No olvidemos que quién va delante de ti,
tendrá menos reparos en dejarte caer,
con tal de salvar su culo, lo suyo y lo de él.
Confiamos en trajes y corbatas, porque nos han enseñado
que quién puede mantener apariencia
puede mantener contenta la audiencia.
Pobres de nosotros, monigotes embobados,
pasivos oyentes de un mundo en el que somos los olvidados.
Ya lamentaremos más tarde, quizá en algún muelle al sol
donde vendrá la nostalgia a recordarnos tiempos mejores,
aquellos donde caminar con la cabeza alta y la mirada en alto
era nuestra seña de identidad.
Ahora nos estamos escondiendo,
no sé si más por miedo o por vergüenza.
Porque hay quienes no podrán asumir la derrota
de haber sido vencidos por aquellos que nosotros mismos
elevamos al más alto de los escaños.
Y este país pide una revolución,
pero nos engañemos, que esta no nace
en la barra de cualquier bar,
ni desde la comodidad de un sillón.
N*